(191 pág.; Destino) (20;
marzo de 2016)
Al final se le coge el truquillo, es lo que le dije a
Marisol cuando terminé de leer esta novela. Y es que no es moco de pavo seguir
la vida de Caín cuando nace, ya fuera del edén, mientras ejércitos militares
del siglo XX pululan por el desierto, junto con las andanzas de este mismo
Caín, en este último siglo, en Nueva York tocando el saxofón. Pero así es
Vicent, capaz de aunar lo irrelacionable (palabra que no está en el Diccionario
de la Real Academia, pero que me parece de significado obvio).
Esta novela es de hace treinta años, casi nada, y en
aquella época yo leía El País y la
columna de Manuel Vicent. Lo primero que dejé de leer fue su columna y no
porque no me gustara, sino todo lo contrario: siempre me hacía pensar en lo mal
que estaba el mundo utilizando bellas palabras y relaciones entre cosas y
hechos que nunca se me hubiera ocurrido. Ahora hace unos años que ya no leo el
diario, a lo sumo lo hojeo: ya me he convencido del todo que la maldad campea a
sus anchas, ¡a qué añadir leña!
No quiero decir que esta novela sea para todos los
públicos, pues ya he comentado al principio la mezcla irreal de situaciones y
tiempos, pero sí que, por lo menos una vez, hay que leer a Vicent: tienen una
enorme capacidad de encontrar bellas palabras o construir frases bonitas, en
absoluto ñoñas, a la vez que va relacionando diversas circunstancias hasta
llevarte a la conclusión que él ya tenía prevista y que es, a todas luces,
inesperada.
“Según tengo entendido mis padres se aparearon ya muy lejos
del edén.”
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