(191 pág.; Barataria) (7; enero de 2018)
Con sorpresa para mí, porque no me lo esperaba, Boris y
Cristina me regalan en Navidad este libro. Del autor me había hablado Boris la
Navidad anterior, pero no lo recordaba, y fue otra sorpresa muy interesante,
pues de otra forma seguramente nunca habría ni sabido de él ni leído. Es todo
un hallazgo. Korolenko fue un periodista del siglo XIX y fue a Boston por la
exposición universal que se allí se celebró y en este libro refleja la vida que
llevaban sus paisanos en la tierra de la libertad. Mientras lo vas leyendo
crees que su estilo es como el de Picasso en la pintura: cualquier niño podría
hacerlo igual de bien, pero tú sabes que eso no es así de fácil o que hacer ver
que es fácil cuesta mucho. A medida que avanza la historia se crea una mayor
curiosidad en saber qué sucederá.
Dos amigos de un pueblo ruso, a finales del XIX, deciden
irse a Estados Unidos porque allí tienen un familiar que les ha escrito
diciendo que se vive mejor que en Rusia de las cosechas. Consiguen el dinero
para embarcar y comienzan a apreciarse las maneras de enfrentarse a las
dificultades de cada uno de ellos: mientras que uno aprende algo de inglés y se
viste al estilo occidental el otro se encierra en sí mismo y viste como lo
hacía en su pueblo, lo que resulta estrafalario para los que no lo conocen.
Llegando a Nueva York las diferencias son todavía mayores y el que no se adapta
solo piensa en regresar a su tierra, mientras que el otro ya ha hecho amigos.
La historia describe una situación que yo traslado al
siglo actual: si a cualquiera de nosotros nos dejaran en China, por ejemplo, no
tendríamos problema para hacernos entender: un poco de inglés, nuestro teléfono
inteligente, un ordenador, etc. Don’t worry. Pero ¡ay! si nos dejaran en medio
de la selva amazónica y delante tuviéramos a un indio con una cerbatana en la
derecha y una cabeza reducida colgando del cuello. ¿De qué nos valdríamos
entonces para volver a nuestra denostada civilización? Creo que es lo mismo que
pudo sentir el labrador que vivía en un pueblo ruso y se perdió en Nueva York hará unos ciento veinte años.
“Hay en mi tierra, en la
provincia de Volinia, por la parte donde las estribaciones de los Cárpatos se
funden paulatinamente con las pantanosas llanuras de Polesie, una ciudad a la
que daré el nombre de Jlebno.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario