(136 pág., Betania) (52;
julio de 2016)
El año pasado nos vimos con Pedro y Raquel en Lérida y de
su cargado maletero sacó unos libros que me traía. Entre ellos había varios de
este, desconocido para mí, poeta cubano. He intentado buscar una versión
digital de este libro, pero no la he encontrado, por lo que he concluido que a
la poesía aún no le ha llegado la digitalización, pues no es con el primero que
me pasa, así que lo he leído “a pelo”.
La portada es una escultura, aunque no lo parezca, y así
se me quedan los ojos después de leer, sobre todo, la prosa de Cazorla, pues si
de los poemas algo he entendido, no ha sido así de sus textos.
No voy a insistir lo impermeable que soy ante este arte,
pero sí que me ha quedado claro de este autor que se lamenta de ser un
exiliado, de no poder ver, sentir o respirar su Cuba natal y que canta a la
muerte. Poco es.
“Quizá me muera de cáncer,
del corazón,
de la enfermedad que Dios
me haya destinado,
pero ninguna será peor
que la de ser un exiliado.”
Destinado
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