(1.148 pág.; Lumen) (26;
abril de 2016)
El tercero y último, por ahora, de los libros escritos
por esta escritora que escribe un tocho cada once años y, mayoritariamente, sus
personajes son jóvenes. Este es el que más me ha gustado de los tres y, a pesar
de sus más de mil cien páginas, no se hace tediosa su lectura, aunque quizá
pudiera expurgarse para llegar a algún lector impresionable por el volumen.
En un museo de Nueva York estalla una bomba y un muchacho
pierde a su madre, pero conoce a un moribundo que le insta a robar un cuadro.
Este es el principio de la novela y no quiero hablar más de la trama para que
el que la lea vaya descubriendo hasta qué punto puede torcerse la vida; cuan
sólo se puede encontrar uno si la poca familia que tienes no quiere hacerse
cargo de ti, o sí, pero de manera totalmente interesada; de hasta dónde se puede
llegar con las drogas, con independencia de la edad que se tenga (los capítulos
más crudos a este respecto, y son bastantes, dan que pensar y alegrarse de no
haber caído ante esa adicción).
En la novela aparecen unos veinte personajes, desde
muchachos preadolescentes hasta personas ya maduras, por lo que hay muchas
historias y muchas situaciones en las que se ve inmerso el personaje principal
y un amigo suyo de edad similar. La historia viene a cubrir un periodo de unos
veinte años.
Creo que
esta escritora es excesiva, parsimoniosa, capaz de imaginar situaciones límites,
pero que entran dentro de las posibilidades de lo que se ha ido explicando
hasta ese momento. En resumen, tiene muchas más virtudes que defectos y no
quiero exponer los que yo he encontrado, que son un par, para que sea cada uno el
que extraiga sus propias conclusiones sobre tan singular autora.
“Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por
primera vez en mucho tiempo.”