(784
pág.; Penguin Clásicos) (48;
septiembre de 2019; en Playa de Aro)
A pesar de lo mucho que me gustó El conde de Montecristo cuando lo leí a los catorce, no había leído
nada más de Dumas, a pesar de la fama que tienen él y sus novelas, sobre todo
la de la que hoy hablo. Casi es imposible no saber nada de esta historia, pues
yo he visto dos películas, y deben haber muchas más, y si no, seguro que se
sabe el color y lo famélico que era el caballo en el que llega D’Artagnan a
París o los nombres de los mosqueteros. En cualquier caso es una lectura muy
recomendable, pues es muy entretenida, explicada con un tono guasón, muy
diferente del que yo recuerdo la otra novela y, a pesar de que en algún momento
parezca decaer, al siguiente capítulo ya ha enlazado una nueva aventura que
hace revivir la historia y las ganas de seguir leyendo.
Ya he mencionado aspectos del caballo de D’Artagnan y el
nombre de su amo, ahora vamos por los de los que serán sus inseparables compañeros:
Athos, Porthos y Aramis. Por si no se conoce, no mencionaré las circunstancias
por las que los encuentra, pues tienen su gracia, pero una vez juntos a los
cuatro les sucederán una serie de aventuras de capa, espada y amores que harán
que el tiempo que se invierta leyéndolas pase entretenido y rápidamente. La
historia continua en Veinte años después,
pero no tardaré ni la décima parte de ese tiempo en leerla y seguir disfrutando
de la pluma de Dumas.
“El primer lunes de abril de 1625, la villa de Meung, donde
vio la primera luz el autor del Romance de la rosa, ofrecía un aspecto tal de
revuelta, que parecía que los hugonotes se hubiesen presentado ante ella para
repetir los sucesos de La Rochelle.”
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