(209 pág.; Debolsillo) (28;
mayo de 2016)
Segunda novela que leo de este
autor y su prosa la encuentro igual de seca. Por lo que recuerdo de No es país para viejos, me pareció más
entretenida que esta, pues aquí no hay más que soledad y futuro incierto, en
caso de que lo haya.
La Tierra ha sido devastada por una catástrofe nuclear,
que no se explica, y quedan muy pocos habitantes en ella, o por lo menos donde
transcurre la acción: Estados Unidos. Los protagonistas son un padre y un hijo
de edades indeterminadas, aunque el hijo no debe ser mayor de ocho o diez años.
A lo largo de la carretera que van recorriendo para llegar al sur sufren todo
tipo de penalidades: frío, cansancio, hambre, enfermedades, clima adverso y, lo
peor, miedo cuando se encuentran a sus semejantes.
Y así durante doscientas páginas, que llegan a hacerse
tan largas como el recorrido de los protagonistas. No obstante, puede ser
interesante para darse cuenta de hasta dónde se puede aguantar y los recursos
que podemos obtener con imaginación.
“Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad
nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado.”
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