(86 pág.; Acantilado) (44; agosto de 2020)
Lo tenía anotado por una de esas recomendaciones a las
que voy haciendo caso y me lo regaló Anna en los pasados Reyes y ahora lo he
podido leer y ha sido un verdadero disfrute: es enternecedor, habla un
pasado ligeramente anterior a cuando yo era niño, por lo que casi es lo mismo
que decir que también fue el mío pues, en aquellos años, no había muchos
cambios. Su lectura es tan fácil que puede pasar lo que a más de uno se le
ocurre cuando ve algunos cuadros de Picasso: yo también podría hacer eso. Sí,
pero ya no lo harías antes que él; por no decir, si lo harías tan bien. Pues
con este librito de Ayesta sucede lo mismo: nos cuenta lo que, más o menos
todos hemos vivido, entonces ¿qué mérito tiene? No llegarán a dos horas de tu
tiempo el que lo descubras.
Dos veranos con un invierno en medio le permiten al
protagonista de la historia relatarnos cómo se es al comenzar la adolescencia,
qué se siente, cómo se divertían (hablamos de hace setenta años atrás) y, al
volver a encontrarse en verano, darse cuenta de que las jovencitas a las que
asaltaban con guerras de almohadas se quedan perplejas ante ese comportamiento
tan salvaje, tan poco maduro hacia unas personas que ya no son niñas; entonces
el joven que es más avispado dejará de comportarse como un crío y se irá
haciendo adulto a la sombra de las que ya lo son.
“El dulce de guinda brillaba rojísimo entre las avispas
amarillas y negras y el viento removía las ramas de los robles y las manchas
del sol corrían sobre el musgo, sobre la hierba suave y húmeda y sobre la cara
de los invitados y de las Mujeres y de los Hombres, que estaban fumando y
riéndose todos a un tiempo.”
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