(170 pág.; El País) (58;
octubre de 2017)
Cuando tenía diez años empecé a comprarme libros con el
dinero que me daban mis padres. En aquella época tenía que ver muy bien en qué
libro invertía mi capital (pues como nos enseña la economía, este es limitado),
así que calculaba el ratio número de hojas entre precio. Libro que compraba,
libro que leía inmediatamente. Verne y Dostoyevski eran buenas compras.
Hará unos quince años ya no tenía que calcular ningún
cociente y me podía comprar los libros por colecciones (de El País tengo 134 libros), pero entonces no leía ninguno, solo los
ponía ordenados por autores en las estanterías. Ahora me alegro, no tanto de
haberlos comprado, sino de estar leyéndolos: ya he leído 77 de ellos y, con
tiempo, acabaré con el resto.
Y, en relación con mi primer Quevedo y su única novela,
quiero comentar que es un libro que refleja la manera de ganarse la vida que tenían
en aquel lejano tiempo los que no tenían hacienda, conocimientos o ganas de
doblar el espinazo. Salvo una escena al principio de la historia a mi gusto un
tanto desagradable, el resto es una serie de situaciones en las que se
encuentra un pícaro, al que la vida no le trata como para hacer una carrera más
honrada de la que termina haciendo, pero cuyo empeño en sobrevivir y las ganas
que pone en aprender cualquier tipo de tretas para ello hace que nosotros nos
entretengamos un buen rato.
“Yo, señor, soy de Segovia.”
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