(1.468 pág.; Planeta) (71; diciembre
de 2016)
Leo en internet que la versión directa del árabe al
español de Juan Vernet es la mejor y libre de las cortapisas y censuras que
hubo en la época Luis XIV de la traducción al francés y de este al español por
Blasco Ibáñez. Y me lanzo a ella, pues ya hacía tiempo que quería leerlo,
aunque, a la vista de la longitud y de que no es una historia sino cientos de
cuentos, lo separaré como los pollos: por cuartos.
Quince días me ha costado el primer cuarto: muchas
historias similares y una enormemente larga, con historias dentro de historias
que afloraban otras tantas. Cambio de tercio y ya volveré a él.
Vuelvo a él y cuando llevo el 29 % leído decido dejar de
leerlo, pues no salgo de príncipes y princesas que se desmayan cuando conocen a
su media naranja o que no quieren casarse, hasta que conocen a la persona que
hace que se desmayen. Entre cuento y cuento no hay nada de la historia entre
Sherezade y su califa y las noches son como un acordeón: las hay de una página
y de diez (el tiempo es relativo, ¿no?).
Salto a leer los cuentos que Nenángeles nos contaba
cuando éramos niños: Aladino y la lámpara maravillosa (muy bueno), Simbad el
marino (sorprendente su primer viaje y repetitivos los otros seis) y Alí Babá y
los cuarenta ladrones (muy bueno). Y aquí se acaban tantas noches insulsas.
“Se cuenta –pero Dios es más sabio– que en el transcurso de
lo más antiguo del tiempo, y en una edad remota, hubo un rey sasánida que
dominaba las islas de la India y de China, que era jefe de ejércitos, de
auxiliares y de servidores.”
El rey Sahriyar y su hermano Sah Zamán