(687 pág.; Punto de Lectura) (51;
noviembre de 2018) (Premio Nobel
2006)
Hace más de diez años que leí este libro, pues aún no
escribía estas líneas, y recuerdo que su final dio consistencia a toda la
novela y a olvidar el posible aburrimiento que el lector pueda padecer leyendo
sobre los caballos que, en el siglo XVI, pintaban los otomanos. La sensación
que he tenido durante esta década era que la mitad del libro hablaba sobre el
dibujo de caballos y que su final era de los mejores que he leído nunca. He
esperado hasta ahora para repetir su lectura y hacerlo junto con Anna y
Marisol. He descubierto más cosas que la primera vez y la he disfrutado mucho
más. Marisol ha terminado ahora mismo su lectura y también ha quedado
maravillada de la habilidad de Pamuk. Sus vastos conocimientos, su ingenio y
amor por Estambul quedan reflejados en todas sus obras. Es una lástima que
estas no sean para la mayoría del público, pero vale la pena adentrarte en su
mundo y pagar el peaje que ello representa porque puedes estar seguro que no te
defraudará.
Está a
punto de cumplirse un milenio de la muerte de Mahoma y el sultán desea hacer un
libro ilustrado que muestre toda la belleza y bienes que tiene su reino para
entregarlo a los venecianos y que lo admiren, tanto por su cultura como por su
poderío. Además desea que haya una lámina en la que él aparezca dibujado al estilo
occidental, es decir, que sea reconocible y con perspectiva. Como no está
permitido aparecer dibujado tal como uno es, se encarga este libro, de manera
secreta, a un gran maestro y este contrata a cuatro ilustradores, pero uno de
ellos aparece muerto, por lo que se teme que se haya descubierto a qué fin se
dedicaban.
“Ahora estoy muerto, soy
un cadáver en el fondo de un pozo.”