(540 pág.; Alba) (34; julio de
2018)
Tal y como hice cincuenta libros antes, leo otro
aconsejado por Anna y, como casi todas las veces, la elección es de mi gusto.
Conocía de nombre a este autor, pero no lo tenía en mente, por lo que aceptar
consejos de alguien que lee creo que es un buen sistema para ampliar autores.
Esta novela es sorprendente porque en el primer capítulo sucede algo tan
inusual que en el medio millar de páginas que quedan no parece posible que haya
algo que pueda superarlo, por lo que no sería de extrañar que la novela
decayera, pero eso no sucede hasta casi el final, ya que capítulo tras capítulo
Hardy encuentra una manera de seguir atrayendo la atención del lector.
Poco voy a
poder explicar de la historia por lo dicho en el párrafo anterior, pero
continuaré con lo que figura al pie de la portada. Ninguno de los jóvenes habla
ni tampoco se miran, parece que tienen parentesco, pero la frialdad que hay
entre ellos es patente. Cuando llegan al pueblo entran en un entoldado donde
sirven una bebida a la que se le puede añadir alcohol si el cliente así lo
pide. El joven lo solicita en repetidas ocasiones y termina teniendo muy suelta
la lengua; tanto es así que hace una proposición a los que le escuchan, tan
descabellada, que no se la pueden tomar en serio. Pero hablaba en serio.
“Un atardecer de finales de verano, antes de que el siglo
XIX completara su primer tercio, un hombre y una mujer jóvenes, ésta con un
niño en brazos, se aproximaban caminando al pueblo de Weydon Priors, al norte
de Wessex.”
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